En el cuento de R. Bradbury “El
picnic de un millón de años” se narra la historia de una familia que viaja,
dizque, de paseo a Marte en su propio
cohete, aunque lo que realmente estaban haciendo, era huir de la guerra mundial y de sus terribles estragos en la Tierra, para irse a establecer en el planeta rojo para siempre;
este dramático y a la vez descabellado plan, les había sido ocultado a los hijos y solo
se les dijo que iban de picnic. En el presente relato, sobre hechos acontecidos
entre los años 1962 y 1964 aproximadamente, se nos dijo expresamente
en una oportunidad que nos iríamos de picnic, -¿qué será un picnic? – nos
preguntábamos; y la verdad es que no tardamos mucho en llegar a saberlo cuando
nuestro progenitor nos llevó a uno, y la pasamos tan bien, que realmente
hubiéramos querido que dure un millón de años. Pero ¿por qué nos llegó a gustar
tanto?, bueno, a la sazón, yo tendría unos seis años, Danilo cinco y
Christian estaría por los cuatro; cada uno de nosotros tendría su propia vivencia
y posterior recuerdo del evento, o mejor dicho, de los eventos, ya que los
picnics se habrían de repetir; pero solo puedo hablar de los míos: Mi
papá no tenía su propia nave, entiéndase automóvil, de manera que tenía que
procurárselo, y vaya que lo conseguía, y no tenía que esforzarse mucho en
hacerlo, solo le bastaba salir a la calle, dar la vuelta en la esquina e ir a
la cochera para subirse en el auto más lujoso de toda la vecindad, a saber, un
Mercedes Benz 220 Sedan del año 60 color mostaza oscuro o petróleo adulterado
claro;
bueno, no estarán pensando que mi padre robaba automóviles para sacarnos
a pasear ¿no? pues, en cierta manera sí lo hacía, ya que el vehículo en
mención, no era suyo, sino del abuelo, su propio padre, quien dejaba su
motorizado en aquella cochera, confiándole a su hijo, en cuya casa solía recalar
por temporadas, la llave y el cuidado de su Mercedes, el cual, según cuenta la
leyenda familiar se lo había comprado al desconocido embajador de Egipto en Lima. He aquí el primer
ingrediente que hacía de esta salida al campo, una experiencia singular, el
hacerlo a expensas del patrimonio del abuelo, y no se puede negar que hay algo
especialmente sabroso en hacer lo prohibido, como dijera el mismísimo San Agustín
en sus épocas oscuras: “la fruta en
la huerta del vecino sabe mejor”; y cierto es también, que a nuestra
temprana edad, ya teníamos que participar de esa nunca buscada, pero tampoco rechazada complicidad,
la que por cierto, añadía más emoción a la excursión.
En segundo lugar,
como ya lo expliqué líneas arriba, el picnic lo hacíamos en el sofisticado y
célebre automóvil de fabricación teutona, pero que sin embargo era, para la ocasión, conducido
por un sencillo y silvestre vendedor de zapatos, aunque célebre también, al
menos en la cuadra donde estaba ubicada su zapatería; padre de cuatro criaturas, e hijo a su vez de un sexagenario
caballero que se daba ínfulas de ricachón, amante de extravagancias, tales como
la de poseer un auto de ese calibre; ¿quién
puede darse el lujo de irse de picnic en semejante tipo de transporte el
día de hoy? No creo que algún individuo sensato, aun poseyendo tal status se atreva a hacerlo; bueno pues, mi padre no tenía el status, ¿tendría la sensatez? La
historia se encargaría de dar respuesta a esa pregunta.
Otro detalle de este fascinante
vehículo llamado con el apelativo de “ponton” por los alemanes de la
post-guerra y que de hecho contribuía al éxito de la salida, era su salón, su
interior,
con finos acabados de madera de nogal laqueada y asientos
de cuero suave que brindaban una comodidad que se extraña en los coches de este
siglo; el ruido del motor ni se percibía, el sistema de suspensión era tan bueno y adelantado para la época, que
daba la impresión de estar sentado sobre cojines de plumas; o viajando sobre
las nubes, todo esto hacía que el paseo resultara un verdadero placer; y el ambiente en el interior,
sumamente acogedor. Claro, se puede argumentar simplistamente, - ¡a qué niño no
le gusta que lo saquen a pasear! – lo cual es cierto, pero me pregunto si
hubiéramos estado igual de complacidos viajando en algún bus destartalado o en un aparatoso Ford de los 40 o 50¡claro que no!, ¡fuimos predestinados para tener nuestros
picnics en un Mercedes y no se diga más!
Sin embargo, no quiero dejar de mencionar un par
de elementos más que fueron fundamentales para el éxito de estos periplos, y
que sin ellos, nada, absolutamente nada podría salir bien, y son, el alimento y
el buen humor.
Existía en el cruce de las avenidas Ricardo Palma y Panamá un
lugar llamado “¡Oh qué bueno!" que era un establecimiento de comida rápida con
atención al auto, y por cierto, escala obligada en nuestra ruta al campo;
allí, y sin saberlo, sería nuestro inicio en la inigualable comida chatarra,aunque nadie la llamaba así en esos tiempos,al contrario, !no era el placer de muchos! y mientras
escribo estas líneas me parece estar saboreando uno de esos hot dogs salpicados
con mostaza e impregnado con los verdes y sutilmente dulces pickles, acompañados por
supuesto con su infaltable botellita, hoy "vintage", de Coca Cola. Ese era el rancho típico de
nuestras salidas.
Recuerdo a mi viejo al volante, a veces sonriente, otras distante, pero siempre de buen talante,tarareando sus
canciones favoritas mientras conducía “su” Mercedes; él solía silbar, o hacernos
bromas, llamaba nuestra atención para que miráramos a algún cuadrúpedo que se
encontrase pasteando por nuestro trayecto; él trataba de involucrarnos más en su planeada aventura, y para eso su buen
humor era indispensable, y nosotros así lo percibíamos. Todo era expectativa, emoción y
felicidad. Esas inolvidables tardes, mayormente domingueras van a quedar
almacenadas en nuestras frágiles memorias por el resto de nuestras existencias,
y creo, aún más allá de ellas. Eran los picnics en el Mercedes, eran los
picnics que hubiéramos querido vivir por un millón de años.
Termino esta narración pensando quizás como un escapista o como quien sueña despierto e imagino a los gobiernos de
nuestras tierras subsidiando automóviles de excelente fabricación y
vendiéndoselos a quienes son padres de hijos pequeños con todas las
facilidades posibles para que puedan llevar de paseo a sus hijos y les den una
niñez de ilusión, de alegría, de aventura,de mucho afecto, una estancia placentera en este mundo, un Mercedes para el picnic,
¿por qué no? ¿no se conseguirían así peruanos más sanos y felices?
Oz