Monday 24 February 2014

La "curación" del gallo

¿Qué puede lograr que un párvulo de tres años deje súbitamente a un lado sus carritos y muñequitos de su cajta de sorpresas con los que se encuentra sumergido en su mundo de fantasía? solamente algún juguete nuevo, colorido y sofisticado que le es presentado, o algún evento que, contra su voluntad,  lo desarraigue de su diversión y comodidad; eso es lo que precisamente ocurrió conmigo; los repetidos llamados de mi madre, a los que evidentemente no hice caso alguno, fueron substituidos por un vigoroso, pero controlado jalón de mi axila derecha que literalmente me despegó del temperado piso de parquet de mi aposento con vista al jardín en donde me hallaba sentado; "Oswaldito, ven, ven, ven; ven para que veas" me decía mi mamá, y yo me preguntaba qué sería eso que había que ver, por qué tanto apuro en verlo, y ¿por qué tenía yo que ser interrumpido y levantado en vilo dejando mi trencito y mis cajitas de sorpresas para ir afuera al jardín en esa fresca mañana de junio del 59?

De la mano de la señora Blanca Wilson iba yo apurado, casi trastabillando, hacia el jardín donde pude distinguir a un grupo de tres mujeres vestidas de gris, si mal no recuerdo, o de colores oscuros. Aquellas se hallaban paradas formando un triángulo en actitud casi ritual o con un porte militar, siendo la señora del medio, la más pequeña y la más entrada en años también, la que sostenía en sus brazos al inmenso gallo rojizo, aquel que con sus cloqueos matutinos despertaba a la familia cada día. Pude darme cuenta entonces que mi madre, la cuarta mujer, la que se había hecho esperar, habría de cumplir un importantísimo rol en aquella oportunidad, así lo pude intuir. A pesar de la solemnidad del momento, no faltaron los alegres saludos de las damas hacia mi, empero, sus miradas estaban fijas en la señora Blanca y con mucha expectativa.
Acto seguido, yo ya había aterrizado en el césped y miraba con curiosidad a la  venerable anciana que cargaba, no con poco esfuerzo a la imponente ave de corral; aquella valiente y esforzada mujer no era otra que la decimonónica Mamá Rosa, mi bisabuela paterna, mujer sencilla, aunque de un pasado insondable, quien, al menos así lo supuse, se habría ofrecido junto con mi madre a hacer lo que aparentemente nadie se atrevía a hacer; pero ¿qué era aquello a lo que nadie se atrevería? me preguntaba yo y seguía pensando en eso, cuando de pronto, la voz, calmada ya, de mi madre, matizada con su delicada  sonrisa me hizo sentir tranquilo y satisfecho cuando me decía "vamos a darle su jarabe al gallo porqué está enfermito" mientras se arreglaba su blonda, frondosa y larga cabellera en un improvisado moño, para luego introducir su silueteada mano en el bolsillo de su chompa y extraer un frasco de color negro brillante que contrastaba con la blancura de su piel.

Otra de las señoras del séquito, que resultó ser la tantas veces mentada e inefable Mami Clemencia le alcanzó rápidamente una cuchara en la que una vez vertido el viscoso líquido, se tendría que proceder a hacérselo tragar al alado trovador mañanero.
Las miradas de todos estaban enfocadas en esta acción, que podríamos catalogarla como terapéutica. La expectativa iba en aumento, la tensión en el ambiente era palpable, las pupilas dilatadas a más no poder, el tiempo parecía detenerse; ¿cómo reaccionaría el gallo? ¿se tragaría el jarabe?, ¿lo arrojaría?, ¿se estaría quieto?
Con una determinación, fortaleza y firmeza admirables por parte de la Mama Rosa y una precisión y rapidez sorprendentes de la señora Aguirre, se ejecutó la faena, y para sorpresa de todos, el bermejo plumífero, como si estuviera esperando a un gusano para engullirlo, abrió el pico y de un solo sorbo ingirió el elixir de la cuchara sopera. La operación fue todo un éxito, y si no hubo aplausos, sí hubo prolongadas sonrisas de satisfacción y reconocimiento a quienes les cupo la parte más complicada de este acto tan singular.
Pasarían los días y los meses, y para mi abatimiento, no volví a escuchar más cantos ni aleteo alguno; en efecto, mi mente jamás podrá disponer de esos archivos, a la fecha, de larga data; esos que registran los eventos que se sucedieron a la curación del gallo, los cuales, con toda seguridad yacen perdidos en la bruma de los recuerdos ya idos de mi niñez. 
                                                                                                                                           
He recorrido muchas veces y en vano, esos vericuetos y parajes de la memoria, y no he podido hallar al rojizo madrugador, alegría de mi temprana niñez; como tampoco volví a escuchar sus salmodias del alba. Pero, ¿qué prueba todo esto? ¿mi incapacidad para traer a la memoria los resultados de aquel acto sanatorio? De pronto, un estremecimiento inusual acompañado de una punzada en el pecho me deja sin aliento y hace que mis pensamientos sean enrumbados hacia un razonamiento diametralmente opuesto: ¿Hubo curación o eutanasia?, aquella comitiva ¿era una junta veterinaria o una cohorte de matarifes? mis queridas sonrosadas y sonrientes madres ¿se habían reunido para curar o para beneficiar al cantor de nuestros amaneceres? Algún día se sabrá.

Oz

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