Yes I'm certain that it happens all the time"
(With a little help from my friends - The Beatles)
Mi convivencia con la llamada Lingua Franca de este mundo, ha sido un
romance de larga data. Esta relación, cuyos resultados trascienden las épocas vividas, comenzó muy temprano y con un hecho singular; pero antes empezaré comentando
que, siempre me suelen preguntar, generalmente mis alumnos, - teacher ¿dónde aprendió ud. el inglés?- incluso personas que no son estudiantes de alguno de mis cursos, pero que han
llegado a enterarse de mi labor como profesor de idiomas, me preguntan cosas similares; pero lo que
resulta curiosamente recurrente es el uso de la palabra “dónde” lo cual de por sí
revela todo un concepto sobre el aprendizaje, que no es precisamente el
correcto, y que por cierto, no voy a explicar el porqué no lo es, ya que
requiere toda una tediosa argumentación; sin embargo diré que la forma apropiada
de preguntar debería ser “¿cómo aprendió ud. el inglés?”y ese será mi punto de partida, aunque antes tendré que
forzosamente hacer una confesión, y es esta: entre las cosas que trato
de evitar, se encuentra el tener que enfrentar esa perniciosa e insana interpelación; sin
embargo, cuando me encuentro literalmente acorralado, no me queda otra cosa
que hacer un acopio de benevolencia y armándome de una paciencia, no de esta
creación, procedo a tratar de construir una respuesta que, en vez de dejar satisfechos a mis impertinentes entrevistadores de turno, los haga más bien, desanimarse de volver a preguntar. Parte de esa pensada respuesta
es mencionar mis motivaciones a aprender la lengua de Shakespeare, a saber,
primero, mi ascendencia, segundo, mi esposa y por último, pero no menos
importante – last but not least - (como dicen los angloparlantes), los Beatles.
Aunque esto es estrictamente parte esencial
de mi elaborado manifiesto, no obstante, aquel peculiar evento, que menciono líneas arriba, ocurrido en mi niñez que
se remonta al siglo pasado entre los años 1961 y 1962, resultaría determinante,
ya que acontece antes de que yo
tuviera conciencia plena de mi identidad y probablemente de mi propia
existencia (todavía un sapiens en
formación); antes aún de que los Beatles fueran famosos en su propia tierra y menos en
el resto del mundo; es decir, sin ningún conocimiento previo ni influencia
alguna por parte de la familia ni fuera de ella, es que vengo a tener contacto
por vez primera con esta ancestral habla de la Gran Bretaña, experiencia que yo
catalogaría no solo como insondable, en vista de sus impredecibles efectos de largo alcance, sino también como un love at first sight.
Por cierto, en esas épocas, tendría yo unos 5 o 6 años y me encontraba en mi primera escuelita, el colegio
San Valentín, jardín de mis inicios en la etapa escolar; era una mañana cualquiera, muy probablemente de diciembre, la
clase estaba a punto de terminar, la profesora nos había estado enseñando
inglés desde comienzos del año, y esto, incuestionablemente había impactado en
mí de una manera singular como ya lo mencioné líneas arriba; un idioma tan
diferente, tan atractivo, tan hegemónico, si cabe el término, el cual me
proveería también la primera canción navideña que escuché en mi vida "Jingle
bells", (los insufribles toribianitos no aparecerían hasta mucho tiempo después). En
aquella ocasión, la cual recuerdo con mucha nitidez, la maestra ordenó una y otra
vez, en tono casi castrense y seguramente lo escribiría también con ese énfasis
en nuestros cuadernos de control, que para la siguiente clase que sería un día
viernes, de ninguna manera podríamos olvidarnos de traer golosinas de todo tipo,
llámense caramelos, toffees, chocolates, chupetes,etc. cosa que
todos mis compañeros, yo incluido habríamos de cumplir al pie de la letra. La
mencionada Miss, como se nos había
instruido llamarle, evidentemente con mucha astucia, no nos habría de revelar la
razón de tan enfático decreto; mientras que, mis compañeros y yo,
desapercibidos de lo que se venía tramando a nuestras espaldas y totalmente
despreocupados del asunto, supusimos que nuestra dulce dotación sería parte de nuestro refrigerio, o algo por el estilo.
Llegado el día D tuvimos nuestra clase de rutina y
la maestra, ataviada con una blusa roja y una falda negra, lucía su medianamente larga y abundante cabellera, cuyo color era el mismo que el de sus intenciones. Ella era de baja estatura pero atractiva, aunque no tan
impresionante como la rubia y espigada Miss Karina de la otra sección; nuestra "lovely Miss", se puso
de pie en un estrado que había en nuestro escasamente iluminado salón y anunció
con toda solemnidad e impostación de voz, que tendríamos un concurso de inglés;
al parecer, sus palabras no solo sonaron solemnes, sino hasta intimidantes, al punto
que mi compañerita de carpeta quedó tan alterada por la impresión, que terminó regando el
asiento y el piso debajo. Superado este apuro, se procedió con la esperada competencia, que consistía en demostrar cuántas palabras en inglés éramos capaces
de recordar; en efecto, la profesora lanzaba una palabra en castellano y
nosotros teníamos que decirla sin titubeo alguno en inglés, fue realmente una incansable sesión de traducción; hasta ese momento cada uno de nosotros teníamos
nuestros dulces bien guardados, y hasta nos habíamos olvidado de ellos ya que
el nerviosismo reinante en este tipo contiendas se había apoderado de nosotros.
La tensión iba en aumento, hasta se podía palpar en el ambiente. Todos, sin excepción habríamos de
participar bajo el sistema de eliminación simple, aunque llamarle por muerte
súbita, hubiese sido lo más apropiado, ya que bastaba una equivocación para irse a
sentar, cosa que para la mayoría resultaba un verdadero alivio.
Puedo atribuirle mi
éxito y resistencia, tanto física como mental para haber soportado la tensión de estar de pie de principio a fin, disparando sin cesar términos del glosario anglosajón, al aprecio y afecto que había
desarrollado por el idioma, al impacto que me había causado desde que lo descubrí y también a mi prodigiosa memoria; de hecho, esa capacidad para
acordarme de todas las palabras enseñadas, era la demostración de que el léxico con el que se escribió la Biblia King James, había encontrado en mí una estancia
palaciega donde residir y no un cuartucho de alquiler, como es la relación que
muchos tienen con esta bella lengua.
En esa inolvidable e interminable mañana, fui testigo de cómo, uno a uno iban mis buenos amiguitos sucumbiendo ante mi habilidad para articular esas voces foráneas, quedándome al final solo en el estrado como un valiente gladiador, a quien le habían soltado todas las fieras, pero que una a una las había ido desbaratando. Allí, ante la vista de todos y tomado de la mano de mi maestra quien con mucha emoción me levantó la diestra como a un boxeador en un ring,fui proclamado el campeón indiscutible de tan singular certamen, ante el aplauso de todos mis congéneres quienes finalmente parecían estar satisfechos, o resignados, con el hecho de que yo fuera el triunfador. El evento ya se había extendido un poco más de lo previsto y cuando se hubo disipado un poco la euforia, de pronto, el estilo soldadesco se volvió a manifestar con otra apremiante orden de nuestra “querida” Miss - ¡Saquen sus golosinas niños! - nos espetó la instructora; nos miramos unos a otros - al fin vamos a comer- pensamos todos, las expresiones de preocupación parecían esfumarse a la vez que las sonrisas parecían volver a las llenitas y sonrosadas caritas; la niñita del accidente fisiológico había tomado de la mano a otra niña y se miraban una a otra complacidas - ¡qué rico!- diría alguien; pero nunca imaginaríamos que nos aguardaba una de esas sorpresas propias de una cinematografía macabra, - ¡vengan todos adelante con sus caramelos y chocolates! – fue la otra descarga de la tutora, a la cual todos obedecieron sin demora; una vez que todos estaban reunidos adelante, la profesora los hizo pararse en círculo y de la mano nuevamente me llevó hasta el centro donde todos me rodeaban, ella, sin demora alguna sale de la ronda para dejarme en el medio, y desde afuera lanza, cual sargento, la sentencia final, - ¡denle a su compañerito todos sus dulces! - Algunos dudaron en hacerlo, pero la teacher acercándose por detrás los tuvo que "ayudar" con discretos empujoncitos y jaloncitos, otros cumplieron de inmediato, casi todos estaban anonadados excepto por algunos que si parecían ser más comprensivos y colaboradores. Así había procedido nuestra respetada profesora, con una eficiencia, naturalidad y sangre fría dignas de un vendedor de pollos del mercado cuando de degollar se trata, es decir, ignorando el ambiente afectivo de la clase, literalmente pisoteando los sentimientos de los párvulos a su cuidado y pasando por alto cualquier criterio pedagógico;
En esa inolvidable e interminable mañana, fui testigo de cómo, uno a uno iban mis buenos amiguitos sucumbiendo ante mi habilidad para articular esas voces foráneas, quedándome al final solo en el estrado como un valiente gladiador, a quien le habían soltado todas las fieras, pero que una a una las había ido desbaratando. Allí, ante la vista de todos y tomado de la mano de mi maestra quien con mucha emoción me levantó la diestra como a un boxeador en un ring,fui proclamado el campeón indiscutible de tan singular certamen, ante el aplauso de todos mis congéneres quienes finalmente parecían estar satisfechos, o resignados, con el hecho de que yo fuera el triunfador. El evento ya se había extendido un poco más de lo previsto y cuando se hubo disipado un poco la euforia, de pronto, el estilo soldadesco se volvió a manifestar con otra apremiante orden de nuestra “querida” Miss - ¡Saquen sus golosinas niños! - nos espetó la instructora; nos miramos unos a otros - al fin vamos a comer- pensamos todos, las expresiones de preocupación parecían esfumarse a la vez que las sonrisas parecían volver a las llenitas y sonrosadas caritas; la niñita del accidente fisiológico había tomado de la mano a otra niña y se miraban una a otra complacidas - ¡qué rico!- diría alguien; pero nunca imaginaríamos que nos aguardaba una de esas sorpresas propias de una cinematografía macabra, - ¡vengan todos adelante con sus caramelos y chocolates! – fue la otra descarga de la tutora, a la cual todos obedecieron sin demora; una vez que todos estaban reunidos adelante, la profesora los hizo pararse en círculo y de la mano nuevamente me llevó hasta el centro donde todos me rodeaban, ella, sin demora alguna sale de la ronda para dejarme en el medio, y desde afuera lanza, cual sargento, la sentencia final, - ¡denle a su compañerito todos sus dulces! - Algunos dudaron en hacerlo, pero la teacher acercándose por detrás los tuvo que "ayudar" con discretos empujoncitos y jaloncitos, otros cumplieron de inmediato, casi todos estaban anonadados excepto por algunos que si parecían ser más comprensivos y colaboradores. Así había procedido nuestra respetada profesora, con una eficiencia, naturalidad y sangre fría dignas de un vendedor de pollos del mercado cuando de degollar se trata, es decir, ignorando el ambiente afectivo de la clase, literalmente pisoteando los sentimientos de los párvulos a su cuidado y pasando por alto cualquier criterio pedagógico;
pero, ¿cómo me
sentía yo?, ¿qué pasaba por mi mente en esos momentos? No podría describirlo con
exactitud; los gringos, tanto británicos
como americanos suelen referirse a esa mezcla de emociones como algo bitter- sweet, o sea, una experiencia dulce
y amarga al mismo tiempo. El desconcierto y la incomodidad me habían dejado
petrificado, aunque persistía mi preocupación por los niños de mi aula que no podrían disfrutar
de sus golosinas.
Yo era el ganador, ellos los perdedores, yo me llevaba todos
los dulces, ellos se iban con las manos vacías. Momentos más tarde, ellos, ya
de la mano de sus padres empezaban a marcharse con los rostros sombríos, o inexpresivos en el mejor de los casos. Yo no
podía sonreír, no tenía el valor para hacerlo, es más, no podía hacerlo.
Así quedé yo en el 840 de la calle Suárez de la gran ciudad
esa nublada mañana de primavera, abrumado por el peso de haberme convertido en
el responsable del cruel despojo sufrido por mis congéneres y por el peso de la
bolsa llena de golosinas la cual sostenía, no sin poca dificultad, con sudorosas manos; el tiempo parecía haberse detenido para mí; yo habría podido saborear la dulzura de
la victoria y la de los chocolates
también, aunque no lo haría precisamente en ese lugar; empero, persistía en mis
entrañas una suerte de sentimiento de culpabilidad ajena, imputada, no
merecida, trance con el cual habría que lidiar, al menos en esos momentos que parecían nunca acabar. Pero pronto, la incontenible realidad habría de abrirse paso para prevalecer, era el campeón indiscutido y el admirado de las profesoras, el que hizo noticia toda esa semana; aquel que tenía la certeza total de ser el niño que sabía más palabras en inglés que todos sus contemporáneos y que lo había demostrado de manera
inobjetable, pero también era aquel que sentía simpatía y compasión por sus derrotados
amiguitos.
Literalmente, me había enamorado del lenguaje de los cuatro genios de Liverpool. Un afecto y devoción, que el tiempo no borraría, por haber sido engendrado en mis años tempranos, acaso auténticos, en medio de la lozanía
de una infancia que nunca debería perecer, sino más bien madurar pero sin
llegar jamás a añejarse por causa de los desencantos y la dureza de este
sistema tirano e implacable, que termina casi siempre aniquilando esas auténticas experiencias que van más allá de los meros sentimientos; pero, si éste amor es genuino, entonces diré, parafraseando al rey Salomón: "los males de este siglo no lo podrán destruir, ni lo ahogarán los ríos"."¿Cómo aprendió usted inglés?",respuesta: "Fue un amor a primera vista que me motivó a aprenderlo y siendo aún un pequeño niño de escuela inicial logré ganar un concurso de inglés a los seis años de edad"
Oz
z
Oz