Thursday 9 October 2014

Un Mercedes para el picnic

En el cuento de R. Bradbury “El picnic de un millón de años” se narra la historia de una familia que viaja, dizque,  de paseo a Marte en su propio cohete, aunque lo que realmente estaban haciendo, era huir de la guerra mundial y de sus terribles estragos en la Tierra, para irse a establecer en el planeta rojo para siempre; este dramático y a la vez descabellado plan, les había sido ocultado a los hijos y solo se les dijo que iban de picnic. En el presente relato, sobre hechos acontecidos entre los años 1962 y 1964 aproximadamente, se nos dijo expresamente en una oportunidad que nos iríamos de picnic, -¿qué será un picnic? – nos preguntábamos; y la verdad es que no tardamos mucho en llegar a saberlo cuando nuestro progenitor nos llevó a uno, y la pasamos tan bien, que realmente hubiéramos querido que dure un millón de años. Pero ¿por qué nos llegó a gustar tanto?, bueno, a la sazón, yo tendría unos seis años, Danilo cinco y Christian estaría por los cuatro; cada uno de nosotros tendría su propia vivencia y posterior recuerdo del evento, o mejor dicho, de los eventos, ya que los picnics se habrían de repetir; pero solo puedo hablar de los míos: Mi papá no tenía su propia nave, entiéndase automóvil, de manera que tenía que procurárselo, y vaya que lo conseguía, y no tenía que esforzarse mucho en hacerlo, solo le bastaba salir a la calle, dar la vuelta en la esquina e ir a la cochera para subirse en el auto más lujoso de toda la vecindad, a saber, un Mercedes Benz 220 Sedan del año 60 color mostaza oscuro o petróleo adulterado claro; 


                              bueno, no estarán pensando que mi padre robaba automóviles para sacarnos a pasear ¿no? pues, en cierta manera sí lo hacía, ya que el vehículo en mención, no era suyo, sino del abuelo, su propio padre, quien dejaba su motorizado en aquella cochera, confiándole a su hijo, en cuya casa solía recalar por temporadas, la llave y el cuidado de su Mercedes, el cual, según cuenta la leyenda familiar se lo había comprado al desconocido embajador de Egipto en Lima. He aquí el primer ingrediente que hacía de esta salida al campo, una experiencia singular, el hacerlo a expensas del patrimonio del abuelo, y no se puede negar que hay algo especialmente sabroso en hacer lo prohibido, como dijera el mismísimo San Agustín en sus épocas oscuras: “la fruta en la huerta del vecino sabe mejor”; y cierto es también, que a nuestra temprana edad, ya teníamos que participar de esa nunca buscada, pero tampoco rechazada complicidad, la que por cierto, añadía más emoción a la excursión. 

                                             En segundo lugar, como ya lo expliqué líneas arriba, el picnic lo hacíamos en el sofisticado y célebre automóvil de fabricación teutona, pero que sin embargo era, para la ocasión, conducido por un sencillo y silvestre vendedor de zapatos, aunque célebre también, al menos en la cuadra donde estaba ubicada su zapatería; padre de cuatro criaturas, e hijo a su vez de un sexagenario caballero que se daba ínfulas de ricachón, amante de extravagancias, tales como la de poseer un auto de ese calibre; ¿quién  puede darse el lujo de irse de picnic en semejante tipo de transporte el día de hoy? No creo que algún individuo sensato, aun poseyendo tal status se atreva a hacerlo; bueno pues, mi padre no tenía el status, ¿tendría la sensatez? La historia se encargaría de dar respuesta a esa pregunta.
Otro detalle de este fascinante vehículo llamado con el apelativo de “ponton” por los alemanes de la post-guerra y que de hecho contribuía al éxito de la salida, era su salón, su interior,

con finos acabados de madera de nogal laqueada y asientos de cuero suave que brindaban una comodidad que se extraña en los coches de este siglo; el ruido del motor ni se percibía, el sistema de suspensión era tan bueno y adelantado para la época, que daba la impresión de estar sentado sobre cojines de plumas; o viajando sobre las nubes, todo esto hacía que el paseo resultara un verdadero placer; y el ambiente en el interior, sumamente acogedor. Claro, se puede argumentar simplistamente, - ¡a qué niño no le gusta que lo saquen a pasear! – lo cual es cierto, pero me pregunto si hubiéramos estado igual de complacidos viajando en algún bus destartalado o en un aparatoso Ford de los 40 o 50¡claro que no!, ¡fuimos predestinados para tener nuestros picnics en un Mercedes y no se diga más!
Sin embargo, no quiero dejar de mencionar un par de elementos más que fueron fundamentales para el éxito de estos periplos, y que sin ellos, nada, absolutamente nada podría salir bien, y son, el alimento y el buen humor. 
                                                  Existía en el cruce de las avenidas Ricardo Palma y Panamá un lugar llamado “¡Oh qué bueno!" que era un establecimiento de comida rápida con atención al auto, y por cierto, escala obligada en nuestra ruta al campo; allí, y sin saberlo, sería nuestro inicio en la inigualable comida chatarra,aunque nadie la llamaba así en esos tiempos,al contrario, !no era el placer de muchos! y mientras escribo estas líneas me parece estar saboreando uno de esos hot dogs salpicados con mostaza e impregnado con los verdes y sutilmente dulces pickles, acompañados por supuesto con su infaltable botellita, hoy "vintage", de Coca Cola. Ese era el rancho típico de nuestras salidas.
Recuerdo a mi viejo al volante, a veces sonriente, otras distante, pero siempre de buen talante,tarareando sus canciones favoritas mientras conducía “su” Mercedes; él solía silbar, o hacernos bromas, llamaba nuestra atención para que miráramos a algún cuadrúpedo que se encontrase pasteando por nuestro trayecto; él trataba de involucrarnos más en su planeada aventura, y para eso su buen humor era indispensable, y nosotros así lo percibíamos. Todo era expectativa, emoción y felicidad. Esas inolvidables tardes, mayormente domingueras van a quedar almacenadas en nuestras frágiles memorias por el resto de nuestras existencias, y creo, aún más allá de ellas. Eran los picnics en el Mercedes, eran los picnics que hubiéramos querido vivir por un millón de años.

Termino esta narración pensando quizás como un escapista o como quien sueña despierto e imagino a los gobiernos de nuestras tierras subsidiando automóviles de excelente fabricación y vendiéndoselos a quienes son padres de hijos pequeños con todas las facilidades posibles para que puedan llevar de paseo a sus hijos y les den una niñez  de ilusión, de alegría, de aventura,de mucho afecto, una estancia placentera en este mundo, un Mercedes para el picnic, ¿por qué no? ¿no se conseguirían así peruanos más sanos y felices?
Oz